Ijime
Una palabra con la que, seguramente, muchos os habréis topado en cuanto se habla de Japón, y que muchos, erróneamente, hacen de ello como algo único en este país, que sólo pasa aquí y que el daño que crea es mayor.
Ijime… Acoso… Bullying…
Todo lo mismo, todo la misma mierda. Porque el ijime no sólo pasa en Japón, pasa en todos lados, en los colegios o en el trabajo. Compañeros que no tienen esa fisonomía ideal, el niño que no lleva las zapatillas de marca, el que es diferente, el que no quiere ser igual que los demás,…
Muchos hemos sufrido algún tipo de acoso. Me incluyo. Llegué a odiar mi colegio de primaria donde era un asco el tener que llevar gafas, el ser más rellenita, el ser buena estudiante (maldita palabra, «empollona»), el que tu madre trabaje en la escuela. Complejos que se cogen, que te hacen coger, que te hacen sentir que no eres nada, que te hacen llorar.
Afortunadamente, y luego de dejar la escuela, todo eso pasó. Cogí nuevas amistades, nuevos ambientes y aprendí a quererme a mi misma al tiempo que estaba rodeada de amigos que me querían tal y como yo era. Puede que fuera fuerte, en realidad. O puede que no y que es verdad eso de que el tiempo todo lo cura. Muchas veces, ya siendo madre, pienso en Yuna y Sora, y pienso si alguna vez tendrán que enfrentarse a algún tipo de acoso.
Y todo esto porque ayer pensaba en Carla, esa chiquilla asturiana que hace unos meses, después de años soportando el acoso de ¿compañeros? de escuela, decidiese acabar con todo y lanzarse por un acantilado. Lo malo es que Carla no es la primera, ni la segunda,… Porque el acoso, esa mierda de acoso, existe y, me temo, existirá.
Pero para hablar de Carla me remito al escrito de Roy Galán (uno de mis numerosos primos pero uno de los más únicos), escritor y fotógrafo, que justo ayer hablaba de ello, de una forma que hizo que el corazón se me encogiese y que, después de muchos años, yo misma volviera a ser Carla.
Ella se llamaba Carla.
No murió de una enfermedad terminal. No la secuestraron en una feria de pueblo y la enterraron en cal. Tampoco se escapó de casa con su primer novio para vender pulseras en un mercadillo europeo.
No. Carla saltó voluntariamente desde un acantilado a los catorce años de edad.
Carla estudiaba en un colegio católico llamado el Santo Ángel de La Guarda. Un colegio que favorece el encuentro con uno mismo, con su entorno y con Dios. Un colegio en el que sus compañeros de clase la llamaban bizca, bollera y la bautizaban con aguas fecales.
Topacio, un ojo para allí y otro para el espacio.
Carla tenía estrabismo en el ojo derecho y se lo tapaba con el fleco. Había confesado cierto gusto por chicos y por chicas. Le gustaba Pablo Alborán y quería ser médico. También cantaba por lo bajito.
Eso era en su casa. En el colegio era la virola.
Así, aguantó año tras año que esos chicos y chicas misericordiosos se apiadaran de sus diferencias. Esperando que en algún momento alguien se percatara que lo que estaba sucediendo no tenía por qué estar sucediendo. Aguantando la mierda de otros y esperando que alguien la limpiara.
Pero nadie hizo nada.
Carla se levantó una mañana, se vistió, llego al bordé y saltó.
Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. No me dejes solo que me perdería.
La dejaron sola.
Pienso en ella, en Carla. En esa chica que seguramente igual estaba enamorada de una compañera de clase rubia que usaba vaqueros desteñidos y tenía un tic en la boca. O tal vez le gustaba ese otro chico con gafas que estaba todo el día pegado al móvil. Tal vez fantaseó con un primer beso.
Y ahí me rompo.
Tal vez Carla nunca probó el helado de pistacho. No vio a Pablo Alborán cantar en directo. No llegó a comprarse aquellas zapatillas fucsias tan chulas. Tal vez no acabó de leer Leal el último libro de la trilogía de Divergente y no sabe que Tris, muere.
Divergente, que no encaja en ningún lugar.
Pienso en ese libro, en la mesilla, doblando la esquina en la página 199, para seguir, para continuar después. Y en su madre, días después de enterrarla, desdoblando esa esquina y colocando el libro en la estantería.
Ahí me rompo de nuevo.
Tal vez Carla nunca sintió que la desearon, nunca sintió el abrazo desnudo de alguien que la mirara fijamente y que le hiciera sentir que una cama todos tenemos la obligación de mirar hacia el espacio.
Y casi no puedo seguir.
Pienso en mí. En este niño gordito, empollón, con pluma. Pienso en cuando me llamaban maricón, cuando me decían fofo, cuando se metían con el primer bigote antes de haberme afeitado nunca. Cuando se burlaban de mis zapatos porque no eran los de todos y yo cogía y recortaba etiquetas que pegaba en otros sitios para aparentar ser como el resto. Pienso en el momento en el que dejaron de hablarme porque me puse un pendiente. Recuerdo cuando empezó a decirse que mi madre estaba enferma y que igual era contagioso.
Pienso en cuando mi maestra del colegio en una tarjeta de Navidad, me escribió: Es loable no perjudicar al resto, pero es más importante impedir que nos dañen.
Yo tuve otra oportunidad. Yo sabía que era especial. En mi casa me hacía sentir maravillosamente especial. No me dejaron sentir el desamparo. Yo tenía amor para saber que eso pasaría y que luego todo el mundo querría que le hiciera fotos y que le diera abrazos, porque yo iba a ser muy especial.
En mi casa me dieron paz y gracias a eso probé el helado de pistacho y vi a Manolo García en directo. Me compré mi primer CD de música con mi paga. También me hicieron llorar en una cama al sentir que era mucho más que el cuerpo que me sostenía.
Acabé de leer Cien años de soledad y sé que Aureliano dio un salto.
Igual que Carla dio un salto.
Lo que pasa es que ella pensó que la paz residía en otro lugar.
Pienso en su madre y en que ahora ella sólo puede acariciar el papel de una fotografía. Lo mismo que puedo hacer yo con mi madre.
Ella se llamaba Carla y ya no está en el mundo.
Lo siento mucho. Me hubiera gustado que supieras que podías haber sido tremendamente feliz a pesar de todo.
A pesar de todos.
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